El libro de Isaías

viernes, octubre 20, 2006

Motti Lerner, la guerra y la escritura


Fue refrescante escuchar en la Biblioteca Luis Angel Arango, de Bogotá, al dramaturgo, cineasta y guionista de televisión israelí, Motti Lerner. Estaba invitado por el nuevo programa académico de la Universidad Nacional sobre escrituras creativas, para que hablara de cómo escribir en una sociedad en guerra, como ha sido la suya (y la nuestra). Y sorprendió a todo el mundo. En las sociedades polarizadas, como sucede con la colombiana -aunque se presuma lo contrario-, se le suele limitar el escenario a la escritura. Aquello sobre lo cual podría escribir un novelista o un guionista, puede tocar todo menos su propia realidad. Y el argumento es fácil: si tenemos esa realidad, para qué redundarla en el texto. Y se confunden distintas funciones de la escritura, como lo dijo Motti. Es cierto que se trata de entretener, de divertir, de fantasear. Pero, al mismo tiempo, el escritor -sobre todo en tiempos de guerra-, si lo quiere, repito, si lo quiere, podría ayudar a pensar, como dice Motti, "una explicación para crecer", "tener ilusiones para cambiar", o, por lo menos, el escritor debiera poder crear dudas (sin que lo maten) para que los consensos oficiales no oculten las causas que originan los conflictos sociales, eso que impide dar el paso de la guerra hacia la paz. Desde los griegos, y luego Brecht volvió a sostenerlo, la escritura (el arte, en general) debe entretener, pero sin cortarle las alas al pensamiento que busca el ocaso de la guerra, y la sobrevivencia digna del ser humano.
Motti Lerner enseña en la Universidad de Tel Aviv algo que en Colombia -por tabú éntre los artistas y por instinto de conservación- sería imposible e inconcebible: dramaturgia política. Y desde 1973, ha sido miembro del Movimiento por la paz en Israel. Está traducido a varios idiomas y sus obras de teatro han sido montadas en muchos países, entre ellos, Austria, Australia, Estados Unidos, Francia.

jueves, octubre 12, 2006

Orhan Pamuk, Nobel de literatura 2006


Fue a raíz de nuestro viaje con Betty y Tamara a Estambul o Istanbul, en 2005, que supe de Orhan Pamuk. En un correo desde Madrid, mi amiga novelista y dramaturga Luz Amelia (Luza) Peña Tovar, me decía que uno de los libros que ella más admiraba en los últimos tiempos era el de un turco que andaba en problemas por poner en claro la matanza de armenios a manos de los turcos a comienzos del siglo XX, y que ese libro se llamaba El astrólogo y el sultán, publicado por Edhasa, Barcelona, 1994, en su colección de bolsillo. De regreso, mi esposa me lo trajo de España (en Colombia no se conseguía). Pamuk, conocido por las noticias políticas, era apenas mencionado en Colombia, y se vendía bien en España. Luego vendría su amenaza de juicio en su patria por querer aclarar (eso dijo en Berlín) la matanza de los armenios, las cartas de los escritores en su defensa (justas, por supuesto) y otras traducciones de sus obras. Y la verdad es que Pamuk encanta. El astrólogo y el sultán comienza con un marco de composición narrativa muy atractivo: un hombre encuentra unos originales en 1982, trata de averiguar quién es su autor con el fin de incluirlo en una enciclopedia para la cual trabaja, y no lo logra. Luego trascribe la historia de un científico joven capturado en Italia por piratas que lo venden en Istanbul a un sabio sultán que desea aprender con él qué es el occidente. Los dos, a fin de cuentas, aprenden el uno del otro, y la historia se cierra con un viaje de amo y esclavo contra los polacos. La novela, publicada por Pamuk en 1985, editada en inglés en 1990 con el título de The White Castle, tiene una dedicatoria misteriosa: "Para Nilgun Darvinoglu, una hermana cariñosa (1961-1980)", pues se supone que la colocó quien encontró los manuscritos y no su autor. Más un epígrafe tomado de Marcel Proust, que sintetiza el pensamiento de Pamuk, un hombre que vive en una ciudad -quizás la única del mundo, lo cual cuando uno lo vive, lo llena de una extraña emoción- que hace parte, a un mismo tiempo, apenas pasando un largo puente sobre el Bósforo, de los continentes y las culturas occidental y oriental, hoy en pruebas de saber: "Imaginar que una persona que nos intriga tiene acceso a un modo de vida desconocido y más atractivo todavía a causa de su misterio, creer que sólo empezaremos a vivir a través del amor de esa persona..., ¿qué es si no el nacimiento de una gran pasión?".
Epígrafe que se suma al subtítulo de la novela, para mejor decir del interés que tiene Pamuk por la unidad del mundo del ser humano: "Oriente y Occidente en el imperio otomano".

lunes, octubre 09, 2006

Arturo Alape

Me costó mucho trabajo aprender a decirle Arturo Alape, porque siempre le decía por su nombre propio: Carlos. Pero alguna vez, de manera indirecta, me preguntó por qué no podía decirle yo como figuraba ya en sus tantos libros. Y ahora que había aprendido a decirle Arturo, se ha muerto. Ha muerto el 8 de octubre, como si quisiera conmemorar la muerte del Che Guevara. Se puede estar riendo y se sentirá orgulloso. Su devoción por la revolución del hombre nuevo siempre fue intrasferible. Nos conocimos al comienzo de la década del 70, fundamos el grupo Punto Rojo, de carácter literario y político, me enseñó lo que era la militancia en su Partido Comunista, hicimos la revista Punto Rojo, logramos sacar varios libros con ese sello editorial, luego nos separamos un poco, entre otras cosas por razón de sus exilios, le hice algunas entrevistas y escribí unos artículos sobre sus cuentos, que se publicaron en la prensa nacional y de provincia, y luego la vida y la fe en un futuro más justo para el hombre, nos mantuvo unidos, hasta su muerte a causa de una leucemia que enfrentaba desde hacía más de una década.
Le debo haber conocido a Cuba en 1976, pues en 1975, cuando él fue jurado del Premio Casa de las Américas, me recomendó con Roberto Fernández Retamar.
Sus libros son muchos y muy importantes, de literatura, de testimonio, de historia. Y jamás podré olvidar su obsesión maestra por la revolución socialista, por una democracia que jamás hemos tenido en el país, sus ataques a la intolerancia, que siempre instrumentó con su recia ironía, con su humor negro, con la única arrogancia admisible: la de la voluntad popular.
Hoy en la dolorosa partida, tres de sus cuatro mujeres lo despidieron, como su hijo Manuel y su hija Paloma, con un llanto inconsolable: Olga Restrepo, Olga García y Katia, la joven que lo sobrellevó en su último exilio y en su larga agonía. Teresa, su primera esposa, se había despedido de él el viernes 6 de octubre, antes de viajar a Cuba.
El ritual fue secular, con un texto escrito para la ocasión por él mismo, con las palabras de sus amigos y con una tanda de boleros interpretados por la Sonora Matancera.
La muerte de Carlos, de Arturo, me ha impresionado, y me ha sobrecogido el terror de saber que los recuerdos que compartíamos, ahora se dividen irremediablemente. El río no puede devolverse, es lo que siento. Y me entra el pavor.
No lo pensé así en San José del Guaviare, cuando Benhur recibió, a la hora del desayuno, la noticia de parte de Sara. Sabía que tenía que morir porque su lucha había sido larga e intensa. Hoy se que es la historia de nuestro pasado, de lo que teníamos en común desde cuando jóvenes tratábamos de construir por el país, lo que se ha partido. ¿A quién recurriré para preguntarle por las cosas que ocurrieron a nuestro alrededor? La desventura del tiempo es el olvido, a ese que él quiso ponerle coordenadas en muchos de sus libros.
Y me engañó porque creí que volvía a salvarse de nuevo, como tantas veces antes, luego de sus transfusiones. Debía verlo la semana entrante; y ya con su muerte el olvido se encargará de nosotros. (Por eso lloro).

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