El libro de Isaías

lunes, abril 07, 2008

Carmen Cecilia Suárez, cuentista


Un libro breve, con 37 cuentos tensos, discretos y punzantes, sorprendió en 1988 a los lectores colombianos. Por eso, en el prólogo a la primera edición de Un vestido rojo para bailar boleros, Jorge Eliecer Pardo, con exactitud escribió: “El Libro que usted tiene frente a sus ojos seguramente le quemará las manos, le hará pasar saliva”. Aunque ya mucho se ha dicho, la literatura colombiana –como muchas otras literaturas del mundo- no tienen una tradición que linde con las historias del Decamerón o con las de los novelistas europeos del siglo XIX. Tuvimos escultores en la era precolombina que testimoniaron, en las costas del Pacífico, la presencia de un erotismo que, como en la India, se conjugaba con los preceptos de los dioses mayores. Pero el arribo de la cultura occidental cristiana la desangró hasta arrinconarla en la más secreta de las esferas del inconsciente humano. Con resultados contradictorios para el individuo y la sociedad misma, porque el confinamiento de las expresiones eróticas tanto en la vida familiar como en las artes, sólo produjo crímenes –como los relatados por Rodríguez Freyle en El Carnero- y un empobrecimiento grande en las artes plásticas y literarias.
La sociedad colombiana, en particular, se acostumbró a respetar los preceptos morales y religiosos impuestos por la Iglesia Católica, que al pasar por España, radicalizaban ciertas interpretaciones de las tablas de la ley de Moisés, adulterando muchas veces el sentido primigenio de los razonamientos religiosos cristianos. Y, al mismo tiempo, esa sociedad abrió los cauces para brindarle salida a todas las manifestaciones de su mundo interior, de su sexualidad, de su sensualidad. Como en la historia memorable de Robert Louis Stevenson, El extraño caso del Dr. Jkyll y Mr. Hyde, la sociedad colombiana cumplía de día con los mandamientos de la Ley de Dios, y por la noche con los de Mr. Hyde.
Este comportamiento contradictorio, de aceptación y negación simultáneo, de aceptación de unas reglas que por violar la naturalidad de la conducta heterosexual humana, siempre resultaban desconocidas, con el tiempo dio resultados para la vida familiar colombiana. La inexistencia, por ejemplo, del divorcio, dio origen, desde los códigos mismos, al establecimiento penoso de los hasta hace poco llamados “hijos naturales”. Porque de día el hombre y la mujer cumplían con el matrimonio, y de noche –de la mano de Mr. Hyde- trataban de ponerse a paz y salvo con los secretos del inescrutable mundo del otro “yo”.
La fragilidad de esas relaciones, que se ataban desde afuera, y no desde dentro –que es desde donde conviene atarlas-, son las que ahora, en este libro parsimonioso y tirante, de Carmen Cecilia Suárez, vuelven a ser cuestionadas o recreadas, y en ambos sentidos es útil tratarlas.
Porque a veces ella parece reclamar una nueva visión del mundo de la pareja, y en otras, simplemente, poetiza –si se me permite, situaciones que arrancan de allá.
En la base, de todas maneras, todas estas 37 historias devienen de la manifestación frente a la situación actual de la pareja. Los dos polos complementarios, que constituyen, por naturaleza, la unidad sicosomática y espiritual por excelencia, la mayor parte del tiempo parecieran vivir desconectados, aislados, con sus fuerzas de atracción desgastadas de manera insospechada. ¿Por qué? Esa es la pregunta mayor de Carmen Cecilia. ¿Por qué debo esperar tanto en la cafetería, incluso después de agotado el tinto, sin que nadie llegue? ¿Por qué debo colocar un aviso en la ventana pidiendo la presencia de una compañía?
La pareja continúa –mucho más entre nosotros que aún no logramos poner en evidencia el misterio del Dr Jekyll y Mr. Hyde- desconectada, aislada, en una sola palabra, incomunicada. Y las consecuencias son esas extrañas y crujientes historias de amor de Carmen Cecilia, disparadas contra el telón de fondo de su inmensa soledad. Ella misma lo ha dicho: “La soledad no es el tema de las historias sino es como el resultado de las historias, es lo que dejan”. Es lo que genera la incomunicación: la soledad.
Sin embargo, la pretensión cuestionadora comienza a quedar un poco atrás cuando la literatura se apodera de ese querer de compañía y libertad, límites que, como en la propiedad privada y pública, suelen aniquilarse a sí mismos. Quiero decir que al descifrar las conductas de hombres y mujeres incomunicados, las tesis se olvidan, y la literatura da paso a una serie de situaciones creativas donde no cabe sino la complejidad del ser humano. Carmen Cecilia Suárez, en este sentido, recupera, por ejemplo, con prudencia y tino, la terminología sexual, negada y excluida en la generalidad de nuestra literatura. Y lo hace como quien viniera de la India o de Las mil y una noches. Equipara esas palabras con las usuales, no secretas, para que estas ganen sensualidad y aquellas tengan el privilegio de compartir la luz del día. Esa es la distancia entre lo erótico y lo pornográfico. Así gana una sensualidad en sus cuentos que se dilata y se aparece en todo el libro hasta hacernos olvidar su alegato principal –la soledad de la pareja-, en cambio, nos sume en el pasado y el futuro de lo erótico. Por eso el libro es nostálgico, y no veo nada reprochable en eso. Al contrario, creo que si a la soledad se llega por la incomunicación previa de la pareja, la esperanza –la utopía dirían otros- emerge del libro por el sentido nostálgico del erotismo. Una de las llaves secretas, sobre la cual la pareja nunca discurre porque sigue siendo el tabú religioso por excelencia, para romper la incomunicación, sería el acceso a la libertad necesaria que posibilitara un diálogo sobre las intimidades del ser sensual y sexual. Es entonces cuando estos cuentos violan todos los cánones religiosos que sometían al destierro a las imágenes eróticas. Cosa no del todo usual en esta clase de literatura, donde el erotismo resultaba ser un sucedáneo de la realidad, a veces, impracticada. El canon religioso prohibía recordar los actos eróticos, y prohibía imaginarlos hacia el futuro. Y son esas dos instancias las más presentes en el libro, el amor que pasó, o que no alcanzó a pasar, o el que podría sobrevenir.
En ellos dos, asentados sobre la soledad, su única compañera, el erotismo se tensiona, se agiganta, se agudiza, y, sin pasajes morbosos, sin la pesadez de las descripciones que matan el erotismo, nos apremia para que entendamos su misión redentora dentro del proceso de comunicación de la pareja. En esta misma dirección, desde el punto de vista artístico, expresivo, en algunos de los cuentos se acude al expediente virtuoso del sueño como recuerdo y al recuerdo de los sueños –el sueño como parte de la muerte anticipada, y el recuerdo del sueño en la vida postergada-, donde las márgenes del erotismo, de la comunicación sensual entre los seres humanos, se amplían y adquieren el goce mágico de la subconsciencia.
En esa búsqueda de la comunicación de la pareja, que no se reduce a lo erótico, desde luego, que tiene que ver con una concepción diferente de la libertad individual del hombre y la mujer, en los textos encontramos dos extremos opuestos. El de un cuento como “Lejanía”, donde la mujer dice “soy” inalcanzable para ellos y ellos para mí”, que concuerda con aquella, casi derrotada, secuencia del cuento “Desde la ventana””, donde una mujer se dice “Es entonces cuando crees que tus manos no han podido dar ni engendrar amor”, y se promete no volver a amar “Para no sentir otra vez que te has entregado sin haber dejado huella”, ejemplos que por lo demás desvirtúan la posibilidad de estar planteando una literatura feminista; y, de otro lado, en el otro extremo, la posición –casi singular por lo única dentro del libro, pero que corresponde a la verdad de la realidad contemporánea- de un cuento como “Un vestido rojo para bailar boleros”, que resuelve la consciencia de todas las demás historias luego de discutir y compartir las pequeñas ambiciones íntimas, secretas, jamás antes enunciadas por los dos protagonistas. De manera significativa –no sé si sea algo deliberado en la autora-, este cuento, que es único entre los 37 del libro, que no recuerda ni pospone, ni prefigura la compaginación sexual de los amantes, sino que lo realiza, es el que le da el título al libro.
Quedan otras zonas por despejar en el libro y que tienen que ver con la libertad y la estructura monógama, bígama o polígama del hombre, o con otras facetas de la vida sentimental dentro del mundo moderno. En estos cuentos unitarios quedan planteadas, pero, casi con seguridad, serán abordados en la futura novela de Carmen Cecilia Suárez, quien con la paciencia y eficacia de los boleros, y con la pasión de los vestidos rojos –símbolos audiovisuales que no debemos olvidar-, nos ha entregado una ópera prima capaz de desencadenar reacciones múltiple frente a la literatura colombiana y al ser de cada uno de nosotros mismos, que quisiéramos estar siempre menos solos, más amados, menos destrozados.
(Leído el 31 de octubre de 1988, en la Cámara de Comercio de Bogotá, en la presentación de la tercera edición del libro, e incluido en una nueva edición de abril de 2008).

martes, abril 01, 2008

Las chivas de Cecilia Vargas

En el sur, los caminos iban tejidos de balastros primitivos y sobre ellos transitaban las chivas. Dicho de otra manera, los caminos no se distinguían de las carreteras porque apenas habían dejado de ser trochas para convertirse en los carreteables que desembotellaban el comercio campesino. Y por esas trochas, las únicas que se animaban a pasar eran las chivas, o los mixtos, que eran los mismos buses escaleras.
Nosotros, desde el caballo o desde la vereda vecina, veíamos las chivas avanzar en medio de rugidos. Camufladas en grandes tendidos de polvo, aparecían y resurgían milagrosamente. Trepaban lentas las lomas, pero seguras. No parecían nunca cansarse. La gente las animaba con sus gritos y, a veces, las aplacaba con sus silencios. En sus bancas, que atravesaban de lado a lado el carro, en la incomodad más colectiva de todas, los pasajeros asumían cualquier hora de partida o de llegada. La chiva no tenía afán jamás. Los pasajeros tampoco. Los de arriba –porque toda chiva llevaba cupos dentro y fuera, arriba y abajo, atrás y adelante, y pasajeros y menajes se confundían en una sola naturaleza- alegraban la marcha con sus gritos y sus chismes. Los de adentro, hablaban o dormían el recorrido, que en el tiempo siempre era incalculable.
Quienes habíamos nacido a las orillas de esos caminos, que entraban a plazas de mercado o a parques municipales, igualmente, tapizados de piedras y arenas milenarias, veíamos con curiosidad y complacencia el ingreso de las chivas al pueblo, animadas por el coro de los vecinos del mundo.
Esas chivas desaparecieron –las de mi adolescencia-, y hoy las alabamos –como se alaban los mitos- en las manos de Cecilia Vargas, quien un día tomó el barro, al comienzo de la creación, y con formas y colores, con temas y sentidos, las transformó en arte para siempre, en realidad.

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