Las chivas de Cecilia Vargas

Nosotros, desde el caballo o desde la vereda vecina, veíamos las chivas avanzar en medio de rugidos. Camufladas en grandes tendidos de polvo, aparecían y resurgían milagrosamente. Trepaban lentas las lomas, pero seguras. No parecían nunca cansarse. La gente las animaba con sus gritos y, a veces, las aplacaba con sus silencios. En sus bancas, que atravesaban de lado a lado el carro, en la incomodad más colectiva de todas, los pasajeros asumían cualquier hora de partida o de llegada. La chiva no tenía afán jamás. Los pasajeros tampoco. Los de arriba –porque toda chiva llevaba cupos dentro y fuera, arriba y abajo, atrás y adelante, y pasajeros y menajes se confundían en una sola naturaleza- alegraban la marcha con sus gritos y sus chismes. Los de adentro, hablaban o dormían el recorrido, que en el tiempo siempre era incalculable.
Quienes habíamos nacido a las orillas de esos caminos, que entraban a plazas de mercado o a parques municipales, igualmente, tapizados de piedras y arenas milenarias, veíamos con curiosidad y complacencia el ingreso de las chivas al pueblo, animadas por el coro de los vecinos del mundo.
Esas chivas desaparecieron –las de mi adolescencia-, y hoy las alabamos –como se alaban los mitos- en las manos de Cecilia Vargas, quien un día tomó el barro, al comienzo de la creación, y con formas y colores, con temas y sentidos, las transformó en arte para siempre, en realidad.
Quienes habíamos nacido a las orillas de esos caminos, que entraban a plazas de mercado o a parques municipales, igualmente, tapizados de piedras y arenas milenarias, veíamos con curiosidad y complacencia el ingreso de las chivas al pueblo, animadas por el coro de los vecinos del mundo.
Esas chivas desaparecieron –las de mi adolescencia-, y hoy las alabamos –como se alaban los mitos- en las manos de Cecilia Vargas, quien un día tomó el barro, al comienzo de la creación, y con formas y colores, con temas y sentidos, las transformó en arte para siempre, en realidad.
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