El libro de Isaías

miércoles, octubre 01, 2008

Fin de este blog

Se acaba "El libro de Isaías" y comienza "Escribir como loco".
Porque quiero escribir como loco, con más desorden. Pueden hallarme en esta bkzwoaosdirección sencilla: http://www.isaiaspenag.blogspot.com/
Acompáñenme, por favor, que quiero escribir como loco.
isaías

lunes, julio 28, 2008

Con Auguste Guinnard, en la Patagonia


Ahora que Tamara, mi hija mayor, ha viajado, de nuevo, a Australia, a la ciudad de Adelaide, me he acordado de un libro que con ella compramos en “el fin del mundo”, como se le dice al puerto de Ushuaia, al sur de la Tierra del Fuego. Es la historia de un viajero francés, Auguste Guinnard, metido en la Patagonia a mediados del siglo XIX. El libro, Tres años entre los patagones, que el editor subtituló como “Apasionado relato de un francés cautivo en la Patagonia (1856-1859)”, es impresionate, y a seis meses de haberlo leído no se me le sale de la cabeza.
Y uno no sabe a quién admirar más, si al francés o a los indígenas patagones o pamapas –poyuches, puelches, mamuelches, chauches, tehuelches-. Al primero, porque aunque esclavo, siempre se adaptó y admiró, en medio de sus penuarias, a los indios. “Tenía yo en 1855 sólo 23 años, muy poca experiencia, alguna ambición y, sobre todo, amor por los viajes”, dice Ginanard en sus memorias, que luego complementó en Francia, después de su fuga. Y a los indios que él describe y narra con tantos detalles padecidos o gozados por él mismo. Aún no llegaba el exterminio al que fueron sometidos y su cultura se aireaba en medio de los ventisqueros fríos de la Patagonia alta.
En 22 capítulos y apenas 160 páginas, Guinnard cuenta su viaje forzado con los indios, su entrada por Buenos Aires y su huída por la cordillera que limita con Chile; su vida al lado de los caballos y su aprendizaje íntimo de una cultura que lo veía a él como un ser inteligente a pesar de ser cristiano (cosa que él pensaba también de los indios).
Inolvidables muchos de sus pasajes, entre ellos aquel que recuerda cómo los indios en las sombras de la noche, luego de oir los susurros de la tierra o sus avisos invisibles, decidían levantar toldas y salir en estampida con viejos y niños y todos sus enseres, huyendo como locos del destino nómada que les esperaba en cada estadía. Porque, en el fondo, toda esta historia de Guinnard sólo arroja fantasmas que cruzaron las pampas heladas del sur del continente americano.

jueves, mayo 29, 2008

Diana Carolina Daza


Tiene muchos nombres, el del libro (La ciudad cabaret), el de la colección (Piedra de toque), el de los diseñadores y diagramadores (Pájaroebrio), el del correo electrónico, incluso la portada del libro-libreta, encuadernado en pasta dura, corresponde a un poema, a un buen poema (“Para rozar/ el filo de tus peligros/ sólo hay que/ respirar/ y llenarse de paciencia/ PACIENCIA/ cerrar lo ojos/ y dejarse elevar por tu voz/ así el calor/ perturbe/ un poco el viaje/ un poco el viaje”, titulado “Paciencia”), pero no aparece el nombre de la autora de la libreta-libro, gordita, estilo libro de bolsillo. La autora, publicista y poeta, desparece en medio de las páginas en blanco de la libreta, y de los poemas del libro, unos doce poemas, dedicados a la ciudad y a la noche y a la ciudad cabaret. Los mejores poemas son los que se refieren al poeta viviente y perturbado por la noche ebria, y por unos seres que vuelven a la ciudad a buscar el amor que fue tristeza, como sucede con “Retorno”. La ciudad cabaret emerge con fuerza en estos poemas. Y los jubilados, y el mesero que quería ser pájaro (excelente). Pero no cometamos el error de la autora que quiso quedarse por fuera de la tapa y de la contratapa, que tuvo la gran idea de fusionar una libreta libre de apuntes con unos poemas apremiantes, que encontrará el escritor-lector a medida que llene las páginas en blanco. Ella se llama Diana Carolina Daza, y que como esta libreta-libro editó tres más por el estilo, bellas muestras de su creatividad publicitaria y literaria. agendaspiedradetoque@hotmail.es

lunes, mayo 12, 2008

Luisa Ballesteros Rosas


Pluma de colibrí, Memoria del olvido, Diamantes de la noche y Pies de sombra, son los cuatro libros de poesía escritos por Luisa Ballesteros entre finales y comienzos de siglo, luego de haber pasado por la academia y de haber publicado un muy interesante volumen sobre la mujer escritora en la sociedad latinoamericana. Cuando ella pasa a la edición de su poesía, que escribe desde joven, posee ya un lenguaje configurado y a la medida de sus pensamientos y reflexiones (su doctorado en París lo hace sobre literatura y civilización latinoamericanas). Por eso, sus sentires y quereres, es decir, sus pasiones y sus metas vocacionales, se van a proyectar en estas páginas que sintetizan lo mejor de sus cuatro incursiones en la poesía.
La historia atraviesa siempre sus versos. Desde la historia del continente latinoamericano, aprendida en Boavita, su pueblo natal en Colombia, frente a las montañas andinas, o reconocida en los textos bibliográficos que han prolongado la memoria de unos ancestros indígenas o españoles, hasta una historia personal íntima que se va tomando el libro a partir de las huellas que han dejado los viajes de la autora por tantos caminos recorridos en el mundo de acá y de allá, como diría Alejo Carpentier. Esa historia íntima corre pareja al vuelo del colibrí andino o al sobresalto que padece la autora cada vez que se enfrenta con la naturaleza americana, o con la inmensidad del universo cósmico. Se sueña en la intimidad de la ciudad y se sobrecoge en la profundidad del universo, donde los astros actúan en una escena de claridad o de penumbra, de luz y de sombra. Somos vuelo de colibrí y pies de sombra, somos diamantes de la noche y memorias del olvido, somos el amanecer del Inti y somos, un poco más tarde, unas ruinas ambulantes, como lo siente, vive y expresa Luisa Ballesteros.
En esa historia íntima que va construyendo a partir de sus escenarios personales, la autora consigue una solución poética admirable cuando describe los espacios urbanos del París y la Europa mediterránea que llegó a colonizar hace muchos años. Y se disuelve con belleza en la abstracción, sin territorios definidos, en otros poemas, como cuando escribe “Avidez”, “Sueño rojo”, “Ola desnuda”, “Ángel azul”, y otros más.
Pero una de las cosas que más atrae en esta poesía de Luisa es la forma escritural de acercarse a los objetos, a los paisajes, a las formas humanas. Entre la descripción y la reflexión coloca un lente que trasmite sensaciones especiales, fáciles de comprender en poemas como “La fiesta de las olas”, “Fuga”, “Soñar”, “Nube de París”, “Memoria del olvido”, “Día de invierno”, “Pies de sombra” y tantos otros, sensaciones que le advierten al lector de la existencia de un mundo que, aunque lo haya vivido mucho tiempo, sólo ahora lo encuentra verdadero.
Del vuelo transparente del colibrí, pasando por las versiones de la Luna que nos enfría o nos quema, este libro nos interna por días que han abandonado la luz para dejarnos en el umbral de una sombra interrogadora. Así, la pasión de quien abre los ojos para luego entrar en el sosiego de los ojos cerrados, tratando de memorizar, con colores inventados, los olvidos que la memoria abatirá.
(Publicado como prólogo del libro de Luisa Ballesteros, Pies de sombra, Tunja, 2007).

lunes, abril 07, 2008

Carmen Cecilia Suárez, cuentista


Un libro breve, con 37 cuentos tensos, discretos y punzantes, sorprendió en 1988 a los lectores colombianos. Por eso, en el prólogo a la primera edición de Un vestido rojo para bailar boleros, Jorge Eliecer Pardo, con exactitud escribió: “El Libro que usted tiene frente a sus ojos seguramente le quemará las manos, le hará pasar saliva”. Aunque ya mucho se ha dicho, la literatura colombiana –como muchas otras literaturas del mundo- no tienen una tradición que linde con las historias del Decamerón o con las de los novelistas europeos del siglo XIX. Tuvimos escultores en la era precolombina que testimoniaron, en las costas del Pacífico, la presencia de un erotismo que, como en la India, se conjugaba con los preceptos de los dioses mayores. Pero el arribo de la cultura occidental cristiana la desangró hasta arrinconarla en la más secreta de las esferas del inconsciente humano. Con resultados contradictorios para el individuo y la sociedad misma, porque el confinamiento de las expresiones eróticas tanto en la vida familiar como en las artes, sólo produjo crímenes –como los relatados por Rodríguez Freyle en El Carnero- y un empobrecimiento grande en las artes plásticas y literarias.
La sociedad colombiana, en particular, se acostumbró a respetar los preceptos morales y religiosos impuestos por la Iglesia Católica, que al pasar por España, radicalizaban ciertas interpretaciones de las tablas de la ley de Moisés, adulterando muchas veces el sentido primigenio de los razonamientos religiosos cristianos. Y, al mismo tiempo, esa sociedad abrió los cauces para brindarle salida a todas las manifestaciones de su mundo interior, de su sexualidad, de su sensualidad. Como en la historia memorable de Robert Louis Stevenson, El extraño caso del Dr. Jkyll y Mr. Hyde, la sociedad colombiana cumplía de día con los mandamientos de la Ley de Dios, y por la noche con los de Mr. Hyde.
Este comportamiento contradictorio, de aceptación y negación simultáneo, de aceptación de unas reglas que por violar la naturalidad de la conducta heterosexual humana, siempre resultaban desconocidas, con el tiempo dio resultados para la vida familiar colombiana. La inexistencia, por ejemplo, del divorcio, dio origen, desde los códigos mismos, al establecimiento penoso de los hasta hace poco llamados “hijos naturales”. Porque de día el hombre y la mujer cumplían con el matrimonio, y de noche –de la mano de Mr. Hyde- trataban de ponerse a paz y salvo con los secretos del inescrutable mundo del otro “yo”.
La fragilidad de esas relaciones, que se ataban desde afuera, y no desde dentro –que es desde donde conviene atarlas-, son las que ahora, en este libro parsimonioso y tirante, de Carmen Cecilia Suárez, vuelven a ser cuestionadas o recreadas, y en ambos sentidos es útil tratarlas.
Porque a veces ella parece reclamar una nueva visión del mundo de la pareja, y en otras, simplemente, poetiza –si se me permite, situaciones que arrancan de allá.
En la base, de todas maneras, todas estas 37 historias devienen de la manifestación frente a la situación actual de la pareja. Los dos polos complementarios, que constituyen, por naturaleza, la unidad sicosomática y espiritual por excelencia, la mayor parte del tiempo parecieran vivir desconectados, aislados, con sus fuerzas de atracción desgastadas de manera insospechada. ¿Por qué? Esa es la pregunta mayor de Carmen Cecilia. ¿Por qué debo esperar tanto en la cafetería, incluso después de agotado el tinto, sin que nadie llegue? ¿Por qué debo colocar un aviso en la ventana pidiendo la presencia de una compañía?
La pareja continúa –mucho más entre nosotros que aún no logramos poner en evidencia el misterio del Dr Jekyll y Mr. Hyde- desconectada, aislada, en una sola palabra, incomunicada. Y las consecuencias son esas extrañas y crujientes historias de amor de Carmen Cecilia, disparadas contra el telón de fondo de su inmensa soledad. Ella misma lo ha dicho: “La soledad no es el tema de las historias sino es como el resultado de las historias, es lo que dejan”. Es lo que genera la incomunicación: la soledad.
Sin embargo, la pretensión cuestionadora comienza a quedar un poco atrás cuando la literatura se apodera de ese querer de compañía y libertad, límites que, como en la propiedad privada y pública, suelen aniquilarse a sí mismos. Quiero decir que al descifrar las conductas de hombres y mujeres incomunicados, las tesis se olvidan, y la literatura da paso a una serie de situaciones creativas donde no cabe sino la complejidad del ser humano. Carmen Cecilia Suárez, en este sentido, recupera, por ejemplo, con prudencia y tino, la terminología sexual, negada y excluida en la generalidad de nuestra literatura. Y lo hace como quien viniera de la India o de Las mil y una noches. Equipara esas palabras con las usuales, no secretas, para que estas ganen sensualidad y aquellas tengan el privilegio de compartir la luz del día. Esa es la distancia entre lo erótico y lo pornográfico. Así gana una sensualidad en sus cuentos que se dilata y se aparece en todo el libro hasta hacernos olvidar su alegato principal –la soledad de la pareja-, en cambio, nos sume en el pasado y el futuro de lo erótico. Por eso el libro es nostálgico, y no veo nada reprochable en eso. Al contrario, creo que si a la soledad se llega por la incomunicación previa de la pareja, la esperanza –la utopía dirían otros- emerge del libro por el sentido nostálgico del erotismo. Una de las llaves secretas, sobre la cual la pareja nunca discurre porque sigue siendo el tabú religioso por excelencia, para romper la incomunicación, sería el acceso a la libertad necesaria que posibilitara un diálogo sobre las intimidades del ser sensual y sexual. Es entonces cuando estos cuentos violan todos los cánones religiosos que sometían al destierro a las imágenes eróticas. Cosa no del todo usual en esta clase de literatura, donde el erotismo resultaba ser un sucedáneo de la realidad, a veces, impracticada. El canon religioso prohibía recordar los actos eróticos, y prohibía imaginarlos hacia el futuro. Y son esas dos instancias las más presentes en el libro, el amor que pasó, o que no alcanzó a pasar, o el que podría sobrevenir.
En ellos dos, asentados sobre la soledad, su única compañera, el erotismo se tensiona, se agiganta, se agudiza, y, sin pasajes morbosos, sin la pesadez de las descripciones que matan el erotismo, nos apremia para que entendamos su misión redentora dentro del proceso de comunicación de la pareja. En esta misma dirección, desde el punto de vista artístico, expresivo, en algunos de los cuentos se acude al expediente virtuoso del sueño como recuerdo y al recuerdo de los sueños –el sueño como parte de la muerte anticipada, y el recuerdo del sueño en la vida postergada-, donde las márgenes del erotismo, de la comunicación sensual entre los seres humanos, se amplían y adquieren el goce mágico de la subconsciencia.
En esa búsqueda de la comunicación de la pareja, que no se reduce a lo erótico, desde luego, que tiene que ver con una concepción diferente de la libertad individual del hombre y la mujer, en los textos encontramos dos extremos opuestos. El de un cuento como “Lejanía”, donde la mujer dice “soy” inalcanzable para ellos y ellos para mí”, que concuerda con aquella, casi derrotada, secuencia del cuento “Desde la ventana””, donde una mujer se dice “Es entonces cuando crees que tus manos no han podido dar ni engendrar amor”, y se promete no volver a amar “Para no sentir otra vez que te has entregado sin haber dejado huella”, ejemplos que por lo demás desvirtúan la posibilidad de estar planteando una literatura feminista; y, de otro lado, en el otro extremo, la posición –casi singular por lo única dentro del libro, pero que corresponde a la verdad de la realidad contemporánea- de un cuento como “Un vestido rojo para bailar boleros”, que resuelve la consciencia de todas las demás historias luego de discutir y compartir las pequeñas ambiciones íntimas, secretas, jamás antes enunciadas por los dos protagonistas. De manera significativa –no sé si sea algo deliberado en la autora-, este cuento, que es único entre los 37 del libro, que no recuerda ni pospone, ni prefigura la compaginación sexual de los amantes, sino que lo realiza, es el que le da el título al libro.
Quedan otras zonas por despejar en el libro y que tienen que ver con la libertad y la estructura monógama, bígama o polígama del hombre, o con otras facetas de la vida sentimental dentro del mundo moderno. En estos cuentos unitarios quedan planteadas, pero, casi con seguridad, serán abordados en la futura novela de Carmen Cecilia Suárez, quien con la paciencia y eficacia de los boleros, y con la pasión de los vestidos rojos –símbolos audiovisuales que no debemos olvidar-, nos ha entregado una ópera prima capaz de desencadenar reacciones múltiple frente a la literatura colombiana y al ser de cada uno de nosotros mismos, que quisiéramos estar siempre menos solos, más amados, menos destrozados.
(Leído el 31 de octubre de 1988, en la Cámara de Comercio de Bogotá, en la presentación de la tercera edición del libro, e incluido en una nueva edición de abril de 2008).

martes, abril 01, 2008

Las chivas de Cecilia Vargas

En el sur, los caminos iban tejidos de balastros primitivos y sobre ellos transitaban las chivas. Dicho de otra manera, los caminos no se distinguían de las carreteras porque apenas habían dejado de ser trochas para convertirse en los carreteables que desembotellaban el comercio campesino. Y por esas trochas, las únicas que se animaban a pasar eran las chivas, o los mixtos, que eran los mismos buses escaleras.
Nosotros, desde el caballo o desde la vereda vecina, veíamos las chivas avanzar en medio de rugidos. Camufladas en grandes tendidos de polvo, aparecían y resurgían milagrosamente. Trepaban lentas las lomas, pero seguras. No parecían nunca cansarse. La gente las animaba con sus gritos y, a veces, las aplacaba con sus silencios. En sus bancas, que atravesaban de lado a lado el carro, en la incomodad más colectiva de todas, los pasajeros asumían cualquier hora de partida o de llegada. La chiva no tenía afán jamás. Los pasajeros tampoco. Los de arriba –porque toda chiva llevaba cupos dentro y fuera, arriba y abajo, atrás y adelante, y pasajeros y menajes se confundían en una sola naturaleza- alegraban la marcha con sus gritos y sus chismes. Los de adentro, hablaban o dormían el recorrido, que en el tiempo siempre era incalculable.
Quienes habíamos nacido a las orillas de esos caminos, que entraban a plazas de mercado o a parques municipales, igualmente, tapizados de piedras y arenas milenarias, veíamos con curiosidad y complacencia el ingreso de las chivas al pueblo, animadas por el coro de los vecinos del mundo.
Esas chivas desaparecieron –las de mi adolescencia-, y hoy las alabamos –como se alaban los mitos- en las manos de Cecilia Vargas, quien un día tomó el barro, al comienzo de la creación, y con formas y colores, con temas y sentidos, las transformó en arte para siempre, en realidad.

domingo, mayo 27, 2007

Carlos Garayar y otros escritores peruanos




En la década del 60, cuando se suicidó, José María Arguedas dejó el precedente de pertenecer a una literatura que ardía con las brasas de su realidad. Una literatura tan compleja como sus cordilleras, sus ríos y su mar, sus alturas indescifrables y sus olas migratorias. Arguedas fue recogido, en el mejor momento, por Mario Vargas Llosa, en todos los sentidos: continuó su indagación por el Perú, y respaldó su obra que se alejaba del viejo y falso indigenismo.
La inmensa generación del 50, de narradores y poetas, con Julio Ramón Ribeyro o Javier Sologuren, a la cabeza –no olvidar que Ribeyro es anterior a Vargas Llosa, aunque su fama le haya llegado tarde-, y luego tantos otros escritores –hoy ya olvidados algunos- que continuaron la rica tradición literaria peruana en los 70s. –Eduardo González Viaña, Bryce Echenique-, son, quizás, la antesala de la racha de triunfos de algunos de ellos por estos días.
Blanca Varela (1926), a la vez que sufría un accidente cerebral, ganaba la XVI versión del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, en España, donde el año pasado le habían otorgado el Premio García Lorca de Poesía, en Granada. Ese puente existe, de 1959, fue el libro que desencadenó una vertiente profunda, íntima y conmovedora de la poesía peruana. Sólo que Blanca Varela había rejuvenecido en los últimos años, en lugar de envejecer. Así lo demostró en su antología, Donde todo termina abre las alas (2001). Ella dijo alguna vez: “toda la palidez inexplicable es el recuerdo”.
Alonso Cueto, también limeño, de 1954, un narrador de tiempo completo, ha sorprendido con dos premios en los dos últimos años: El Premio Herralde, de la Editorial Anagrama, en 2005, con su novela La hora azul, y el segundo premio de novela en el reciente concurso de Casa de América y Planeta.
Santiago Roncagliolo, el más joven de ellos (1975), hecho en el exterior, como Mario, Bryce o Ribeyro, autor de un libro de cuentos reconocido, Crecer es un oficio triste, ganó el último premio de novela de la Editorial Alfaguara, con una elogiada novela, Abril rojo.
Son autores que sondean en la vida del Perú, de su vida pública o de sus vericuetos íntimos.
Y ahora se agrega una opera primera, editada por Alfaguara en Lima, llamada El cielo sobre nosotros, de Carlos Garayar (Lima, 1949), profesor de la Universidad de San Marcos, crítico, cuentista y antologista, novela que nos acaba de llegar y que nos atrevemos a anunciar como otro gran logro de la narrativa peruana.
De Blanca Varela a Carlos Garayar, nombres que sacuden una tradición múltiple, siempre buceando en ríos profundos.

karaoke CDs
Click Here