El libro de Isaías

martes, abril 01, 2008

Las chivas de Cecilia Vargas

En el sur, los caminos iban tejidos de balastros primitivos y sobre ellos transitaban las chivas. Dicho de otra manera, los caminos no se distinguían de las carreteras porque apenas habían dejado de ser trochas para convertirse en los carreteables que desembotellaban el comercio campesino. Y por esas trochas, las únicas que se animaban a pasar eran las chivas, o los mixtos, que eran los mismos buses escaleras.
Nosotros, desde el caballo o desde la vereda vecina, veíamos las chivas avanzar en medio de rugidos. Camufladas en grandes tendidos de polvo, aparecían y resurgían milagrosamente. Trepaban lentas las lomas, pero seguras. No parecían nunca cansarse. La gente las animaba con sus gritos y, a veces, las aplacaba con sus silencios. En sus bancas, que atravesaban de lado a lado el carro, en la incomodad más colectiva de todas, los pasajeros asumían cualquier hora de partida o de llegada. La chiva no tenía afán jamás. Los pasajeros tampoco. Los de arriba –porque toda chiva llevaba cupos dentro y fuera, arriba y abajo, atrás y adelante, y pasajeros y menajes se confundían en una sola naturaleza- alegraban la marcha con sus gritos y sus chismes. Los de adentro, hablaban o dormían el recorrido, que en el tiempo siempre era incalculable.
Quienes habíamos nacido a las orillas de esos caminos, que entraban a plazas de mercado o a parques municipales, igualmente, tapizados de piedras y arenas milenarias, veíamos con curiosidad y complacencia el ingreso de las chivas al pueblo, animadas por el coro de los vecinos del mundo.
Esas chivas desaparecieron –las de mi adolescencia-, y hoy las alabamos –como se alaban los mitos- en las manos de Cecilia Vargas, quien un día tomó el barro, al comienzo de la creación, y con formas y colores, con temas y sentidos, las transformó en arte para siempre, en realidad.

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